— Papi, ¿cuánto ganas por hora? — Con voz tímida y ojos de admiración, un pequeño recibía así a su padre al término de su trabajo.
El padre dirigió un gesto severo al niño y repuso: —Mira hijo, esos Informes ni tu madre los conoce. No me molestes que estoy cansado. —Pero Papi, —insistía— dime por favor ¿cuánto ganas por hora? La reacción del padre fue menos severa. Sólo contestó: —Cuatro Soles por hora. —Papi, ¿me podrías prestar dos Soles? —preguntó el pequeño. El padre montó en cólera y tratando con brusquedad al niño le dijo: —Así que, esa era la razón para saber lo que gano. Vete a dormir y no me molestes, muchacho aprovechado. Había caído la noche. El padre había meditado sobre lo sucedido y se sentía culpable. Tal vez su hijo quería comprar algo. En fin, descargando su conciencia dolida, se asomó al cuarto de su hijo. Con voz baja preguntó al pequeño: —¿Duermes, hijo? —Dime, Papi —respondió entre sueños. —Perdóname por haberte tratado con tan poca paciencia; aquí tienes el dinero que me pediste, —respondió el padre. —Gracias, Papi —contestó el pequeño y metiendo sus manitas debajo de la almohada, sacó unas monedas. —Ahora ya completé. Tengo cuatro Soles. ¿Me podrías vender una hora de tu tiempo? —preguntó el niño. Gentileza del libro “Rayos de Sol: Anécdotas para el alma”
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Samuel Keating Para el primer cumpleaños de nuestra hija Audrey, mi mujer y yo teníamos pensada una pequeña celebración en casa con unos pocos amigos y familiares. Terminó siendo una fiesta impresionante con magdalenas a granel en el restaurante que administran sus abuelos. Probablemente los invitados disfrutaron más que mi hija; eso no lo niego. Audrey se pasó gran parte del tiempo observando cautelosamente lo que sucedía desde la seguridad de los brazos de alguien y se negó de plano a posar para una foto junto a su solitaria velita, por mucho que intenté convencerla de que lo hiciera (o tal vez justamente por eso). La gente habla de lo rápido que pasa el tiempo. Lo mismo siento yo, quizá porque me estoy haciendo mayor. Cuando niño me parecía que los días, semanas y meses —sin hablar ya de los años— transcurrían muy lentamente; ahora tengo la impresión de que conocí a Audrey hace apenas unas semanas. Recuerdo patentemente el día en que nació, y las primeras impresiones y emociones que me embargaron mientras observaba a la enfermera darle su primer baño y cuando la nena después se durmió por primera vez en mis brazos. Ya antes de su nacimiento había oído hablar de la alegría de criar hijos, pero no estaba muy convencido. Veía que los padres que hablaban de eso se consideraban realmente felices, pero no entendía por qué. ¿No era acaso su vida más ajetreada, tensa y agotadora que antes? ¿No les quedaba menos tiempo libre? ¿No les daba vergüenza que su hijo volteara el plato de comida? ¿No se hartaban de su lloriqueo cuando estaban cansados? ¿No les molestaba que se pusieran pegajosos y cometieran reiteradas desobediencias? Yo estaba seguro de que sí. Aunque disfrutaba de la compañía de los niños de otras personas, valoraba mucho mi tiempo y mi comodidad como para tener hijos propios. Ahora, sin embargo, no puedo imaginar mi vida sin Audrey. Cada sonrisa, cada carcajada, cada invento que hace, cada juguete que llega a dominar, cada sonido característico de algún animal que se aprende, me llena de profunda alegría y gratitud por su presencia en mi vida. Su último descubrimiento es que un medio muy eficaz de llamar mi atención cuando quiere que juegue con ella o le lea un libro es soltar un chillido. Pero ni eso merma el amor que siento por ella ni la felicidad que me trae. Artículo y foto gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso.
Curtis Peter Van Gorder
La Navidad es una época muy entrañable. Diríase que un aura extraordinaria ilumina el mundo. Ese día, el nacimiento de Cristo se reconoce en todo el mundo. Aunque la Navidad parezca empañada de materialismo, no deja de llevar a los hogares y corazones el regalo de amor de Dios: Jesús. Y lo hace en mayor medida que ninguna otra fiesta o celebración. Pedí a mis amigos y colaboradores de diversas nacionalidades y orígenes que me ayudaran a confeccionar una especie de collage con sus impresiones de navidades anteriores. Reproduzco a continuación algunos ejemplos de lo que se nos ocurrió. Recuerdo que… …En Nochebuena los niños nos acostábamos temprano, porque nos decían que así «mañana llegaría antes». …Cuando era chiquita, nos sentábamos junto al árbol y los adultos nos contaban anécdotas y nos hartábamos de bombones. …Cuando tenía once años visité por primera vez a mi abuelo. Mis padres y yo habíamos vivido siempre en un país lejano. Durante esa visita nuestro abuelo rezó para recibir a Jesús y Su salvación. Murió poco después, y me alegré de haber tenido la oportunidad de hacerle el mejor regalo de Navidad. …Nos hacían más regalos y nos daban más juguetes de lo que podíamos comprar. Como mis padres eran misioneros, normalmente no tenían mucho dinero para comprarnos regalos. Pero el espíritu generoso que manifestaban a lo largo del año incentivaba a las personas a las que habían ayudado, y estas nos regalaban muchas cosas. En mis primeros años de vida aprendí que cuando nos desvivimos por ayudar al prójimo, el Señor nos da sorpresas y nos lo paga con gestos muy lindos. …En una ocasión me pasé mucho tiempo buscando un regalo para mi madre; tenía muy poco dinero. Finalmente, encontré un collar de prismas de vidrio que ella guardó como un tesoro. La visité cuarenta años después, y todavía lo guardaba con sus alhajas más valiosas. …Cantábamos por el barrio. Mis amigos y yo íbamos de puerta en puerta cantando villancicos. La gente quedaba conmovida. …Enviaba a mis seres queridos tarjetas de Navidad con una dedicatoria escrita a mano. Y ellos también me enviaban. Todos los años expongo esas tarjetas para recordar a los amigos. …Mis padres me leían alguna parte de la historia del nacimiento de Jesús en la Biblia de la familia cada día durante una semana hasta el día de Navidad. …Escuchaba a Celine Dion cantando hermosos y sentidos villancicos. …Participaba en actuaciones navideñas. Todas las navidades son muy emotivas, porque tenemos algo que comunicar. Siempre nos alegra ver la reacción del público. Cada año y con cualquier público, siempre resulta ser justo lo que necesita. …Cada año interpretaba un papel diferente en la obra sobre el nacimiento de Jesús. Unas veces era el humilde burrito, otras el posadero, otras un imponente ángel, otras un pastor asustado, o un majestuoso rey mago o un José orgulloso de ser padre. …Nos reuníamos en la cocina y cada día, del 1 al 24 de diciembre, íbamos arrancando las hojas del calendario de Adviento. …El olor y el sabor del pavo con salsa. …Mis padres hacían que la Navidad tuviera mucho significado. Cantábamos villancicos, leíamos versículos de la Biblia a la luz de la vela, intercambiábamos regalos y nos divertíamos juntos, pero el Señor era el centro de nuestra atención. …Tenía envidia de otros niños a los que les regalaban más juguetes. Pero ahora que lo pienso, ni recuerdo qué juguetes eran. Lo que sí recuerdo con cariño son las ocasiones en que nuestra familia se reunía en Navidad, cómo nos mostrábamos aprecio unos a otros y celebrábamos el nacimiento de Jesús. …Nos sentábamos ante la chimenea a beber chocolate caliente y cantar villancicos en familia. …Recibíamos visitas en casa y compartíamos con ellas la alegría de Navidad. …La satisfacción que sentía cuando se termina el arduo trabajo de Navidad. El tiempo de descansar, pensar en las bendiciones que nos da Dios y darle gracias por el amor que compartimos. ¡Que este año pases una Navidad dichosa en compañía de tus seres queridos y les deje un grato recuerdo! Linda Salazar —Mamá, me parece que a ti te gustan esos juguetes más que a nosotros —le decía yo a mi madre cuando íbamos de compras a las tiendas de saldos. Por la escrupulosidad con que inspeccionaba cada libro, contaba las piezas de los rompecabezas y se fijaba en que todos los juegos estuvieran completos —a veces a los artículos de saldo les faltan piezas—, yo hubiera jurado que a ella le fascinaban esas cosas tanto como a nosotros. Siempre estaba pendiente de las liquidaciones, pues así ella y mi esforzado padre lograban ponernos regalitos al pie del árbol de Navidad. Sin embargo, mis padres no se limitaban a hacernos regalos materiales. A veces nos obsequiaban su compañía, como cuando nos llevaban a un parque para jugar juntos a uno de nuestros juegos preferidos, o cuando salíamos a pasear por el bosque, o cuando nos llevaban a visitar un sitio de interés histórico. Ahora que lo pienso, no es que a mis padres les gustaran los juguetes y demás tanto como a mí me parecía. Lo que les gustaba en realidad era ser dadivosos. Se caracterizaban por su generosidad. Nos entregaban su tiempo y atención, nos prestaban ayuda con las tareas escolares y las actividades manuales, se tomaban el tiempo para escucharnos… lo que dieran, lo daban siempre de corazón. Ahora que se acerca la Navidad, no puedo menos que recordar y maravillarme de aquellos obsequios sencillos y llenos de amor. Los regalos en sí casi no los recuerdo, pero nunca olvidaré el entusiasmo con que mis padres nos los entregaban. Hoy son tantos los días festivos que, por instigación de los señores del marketing, celebramos con regalos, que todos terminamos un poco aturdidos sin saber qué día es cuál y a santo de qué damos tal y cual obsequio. Pero detengámonos un momento a pensar en los regalos más memorables que hemos recibido y por qué razón perduran hoy en nuestro afecto. ¿Recordamos sobre todo las cosas visibles y tangibles, o más bien el amor en que venían envueltas? Gentileza de la revista Conéctate Habiendo nacido antes de que se inventara la Internet, a veces, cuando veo a alguien escribiendo frenéticamente mensajes de texto, me pregunto cómo habría sobrevivido en los tiempos de Maricastaña, cuando para comunicarse por escrito se necesitaba una maquinita de 15 kilos, líquido corrector o una goma de borrar, ir a correos, hacer cola para comprar una estampilla, esperar una semana o dos a que la carta llegara a su destino, y otras dos semanas a que nos llegara la respuesta.
¿Por qué estará todo el mundo tan ocupado? Hoy hasta el conductor del mototaxi que tomé andaba haciendo varias cosas al mismo tiempo. Mientras esquivaba el tráfico, iba negociando un acuerdo con su celular. ¿Tendría edad suficiente para recordar la época en que hacer una llamada telefónica en la calle significaba buscar una cabina, tener sencillo y meter más monedas si la llamada se pasaba de tres minutos? Lo que no me explico es: ¿qué hacemos con el tiempo que ganamos al librarnos de todo eso? ¿No deberíamos disponer de cantidad de ratos de esparcimiento gracias a todas las maravillas modernas que nos ahorran horas y horas? ¿Será una simple cuestión de mala administración del tiempo? Abundan los buenos consejos: priorizar, delegar, hacer primero lo más difícil, desembarazarse de lo superfluo, aprender a decir que no… El tema, sin embargo, tiene otras aristas. A veces la cuestión no es tanto lo que hacemos, sino lo que vamos camino de ser. Como dijo el sabio hindú Rabindranath Tagore: «El que está demasiado ocupado haciendo el bien no encuentra tiempo para ser bueno». ¿Cómo podemos reducir un poco la marcha y disfrutar más de la vida sin dejar de atender a todas nuestras obligaciones? El otro día me marchaba a una reunión cuando mi nieta me tomó de la mano y me preguntó con entusiasmo: -¿Te muestro los pasos que aprendí en mi clase de baile? Antes de contestarle impulsivamente: «Lo siento, cariño, estoy muy ocupado. En otro momento me los enseñas», me trasladé cinco años hacia el futuro en la imaginación y la oí decirme mientras salía presurosa por la puerta: «¡Lo siento, abuelo! Estoy muy ocupada con mi rollo adolescente». -Claro -le dije-, muéstrame tus pasos. Al cabo de cinco minutos de danza bien dinámica y largos aplausos, me fui a mi reunión menos estresado y más optimista. Se me aclaró la incógnita. Si nos detenemos a oler las flores, su fragancia nos acompañará todo el día, recordándonos que la vida es muchísimo más que andar corriendo de una cosa a otra. - Curtis Peter van Gorder, gentileza de la revista Conéctate *** Según un reportaje publicado en el Express de Easton (Pensilvania), estudios realizados por la empresa de consultores Priority Management revelan que el promedio de los matrimonios pasa cuatro minutos al día enfrascado en una conversación valiosa, y si los dos trabajan, pasan 30 segundos al día conversando con sus hijos. Michael Fortino, gerente de la empresa, observa: «La mayoría de la gente dice que su familia es importante, pero en la práctica no lo demuestra». Michelle Lynch Observé desde mi ventana a un grupo de niños del vecindario que se esforzaban por desatascar una pelota que se les había caído en un desagüe. Uno de ellos metió la mano para sacarla y en cambio extrajo un montón de hojas y tierra. Después de ese puñado sacó otro y otro más. Enseguida él y sus amigos se olvidaron del partido y se pusieron a limpiar entusiastamente el desagüe. Trabajaron incansablemente cuatro horas con la orientación de algunos de sus padres. El ver a aquel grupo de niños de cinco a doce años de edad trabajar juntos alegremente me indujo a reflexionar acerca de mi hijo mayor —hoy adolescente— y la confianza que depositaba en él cuando tenía esa edad. En comparación, mis hijos de seis y ocho años eran mucho menos responsables. Me convencí entonces de que no les exigía lo suficiente. La diferencia radicaba en mí. Al igual que muchos chicos de su edad, los dos menores míos a veces eran unos pillos, pero también mostraban inclinación por colaborar y cumplir ciertas obligaciones. Tenía que aprender a canalizar debidamente su energía motivándolos, sin forzarlos. Decidí ponerme a trabajar con ellos cada fin de semana. Emprendimos tareas muy necesarias, tales como desmalezar el jardín, barrer la entrada del auto, rastrillar las hojas, limpiar la alacena y hacer mermelada. La mayoría de esas tareas requerían ejercicio físico, con lo cual quemaban energías. Huelga decir que les encantó. Para mí la ayuda que me prestaban era muy necesaria y la agradecía mucho. Además esas tareas domésticas mantenían a los chicos ocupados y evitaban que se metieran en líos. Pero lo mejor de todo es que descubrimos que trabajar juntos puede ser una experiencia divertida y unificadora. Al cabo de poco tiempo, me preguntaban: «¿Podemos hacer alguna de esas tareas divertidas para no aburrirnos el fi n de semana?» Cosas que aprendí y que conviene recordar:
Naturalmente, mi meta a largo plazo es que los chicos aprendan a tomar la iniciativa y adquieran un sentido de la responsabilidad, de modo que cumplan con sus deberes cuando yo no esté presente para recordárselo o para trabajar codo a codo con ellos. A medida que se fueron volviendo más responsables, aprendieron a hacer solitos algunas de las cosas que yo hacía por ellos y luego con ellos, como lavar los platos. Podía exigirles más, pero todavía necesitaban mis elogios. Hay una sutil pero importante distinción entre hacer las cosas por sentido de la responsabilidad y por puro sentido del deber. Pronto me di cuenta de que si no los mantenía motivados elogiándolos por ser responsables y trabajar con ahínco, las tareas que inicialmente habían sido divertidas y gratificantes se volvían una pesadez. Era importante no llegar a considerar la ayuda que me prestaban como una simple obligación que tenían conmigo. Otra situación de cuidado se producía cuando los chicos no cumplían con sus nuevas tareas. Por un lado no quería ser dura e inflexible, pero por el otro no podía ser tan blanda que dejaran de tomarse en serio sus obligaciones. En realidad fue mi hijo menor el que me ayudó a resolver ese dilema. Cierta noche me dio un buen motivo por el que no podía colaborar en el lavado de la vajilla, pero me dijo que, si lo dispensaba, al día siguiente haría por mí una tarea sencilla. La forma tan linda en que lo presentó puso todas nuestras tareas domésticas en el contexto de un esfuerzo de conjunto. No pretendía hacer un trueque de tareas con un móvil egoísta, sino compartir la responsabilidad. Naturalmente, estuve más que dispuesta a acceder, y al día siguiente, cuando el chico cumplió con su parte del trato sin que yo se lo recordara, se lo agradecí profusamente. A juzgar por lo que aprendí aquel día observando a unos niños limpiar el desagüe y que desde entonces vengo aplicando con los míos, puedo afirmar sin temor a equivocarme que la mayoría de los niños anhelan que se les confíen tareas de cierta importancia. Están deseosos de colaborar; solo esperan que nosotros, los padres, aportemos la chispa que haga divertida y gratificante la misión. Si aprenden a disfrutar del trabajo y a hacerlo a conciencia cuando pequeños, asumirán con esa misma actitud las obligaciones que tendrán de adultos. Pienso que ello contribuye a nuestra felicidad y bienestar general. Al fin y al cabo, es lo que todos queremos para nuestros hijos. Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso. Akio Matsuoka
--He vivido tan ajetreada que no he tenido tiempo de pensar --me comentó una mujer de cuarenta años que padecía una enfermedad terminal cuando visité una residencia para pacientes desahuciados—. Tendida en esta cama me he dado cuenta de que casi no conozco a mi marido, a mis hijos y a mi suegra, que vive con nosotros. He estado pendiente de atenderlos —haciendo las compras, cocinando, lavando la ropa, limpiando, ayudándolos con las tareas escolares— y, sin embargo, no puedo afirmar que sepa lo que piensan o lo que los preocupa. No sabría decirte cuándo fue la última vez que tuve una conversación profunda con uno de ellos. Escuché un lamento parecido hace poco cuando asistí a un seminario. El conferencista terminó su presentación y hubo una sesión de preguntas y respuestas. Un hombre mayor ya jubilado, que había sido presidente de una gran empresa, se levantó y se dirigió a los más de 100 asistentes. —Tengo 70 años. De momento gozo de buena salud y hace poco me jubilé con una buena pensión. Tenía expectativas de poder distenderme por fin y pasar tiempo con mi familia. Sin embargo, ayer mi señora me pidió el divorcio. Trabajé arduamente toda la vida, siempre pensando en el bienestar de mi familia, a la que quiero mucho. ¿En qué me equivoqué? ¿Por qué ha tenido mi vida este desenlace? Oigo a muchos decir que desean que sus seres queridos sean felices y que ese es el motivo por el que trabajan con tanto ahínco. Lamentablemente, cuanto más se acercan esas personas al éxito, más ocupadas están y menos tiempo pasan con su familia; por ende, menos disfrutan de los beneficios que esperaban que les reportara su inversión. Si bien las intenciones de aquella mujer moribunda y de aquel jubilado pueden haber sido nobles en su momento, la vida que llevaron no logró satisfacer las necesidades afectivas de sus seres queridos. La Biblia dice: «No se olviden de hacer el bien y de compartir con otros lo que tienen, porque esos son los sacrificios que agradan Dios»[1]. El término griego traducido en este pasaje comocompartir es koinónia, que significa participación, comunión, fraternidad[2]. Sacrifique algunas cosas a fin de que dispongas de tiempo para ayudar a los demás, participar en su vida, compartir sus triunfos y dificultades, mantener una relación afectiva con ellos… En resumidas cuentas, haga tiempo para amar. Akio Matsuoka ha sido misionero y voluntario durante 35 años, tanto en el Japón —su país natal— como en el extranjero. Vive en Tokio. [1] Hebreos 13:16 (NVI) [2] Concordancia Strong Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso. Sara Kelly Mis tres hijas menores estaban de lo más contentas. Desde hacía una semana teníamos programada una excursión a la playa y finalmente había llegado el tan ansiado día. En el último momento le pedí a una amiga que fuera en mi lugar porque yo tenía mucho que hacer. «Al menos eso me dejará tiempo para todas esas cosas que hace rato que tengo pendientes», pensé mientras juntaba ropa para lavar y remendar y mi costurero. Unos minutos más tarde, desde la ventana, vi cómo llegaba mi amiga y se marchaba con aquellas chiquillas llenas de expectativas de un día inolvidable. Las niñas se despidieron desde el auto: —¡Chao, mami! ¡Que te diviertas! «¡¿Divertirme?! Si supieran lo que tengo programado para hoy —dije para mis adentros—. Supongo que no me vendrá mal pasar unas horas hoy a solas.» Curiosamente, sin embargo, si me pongo a limpiar o a hacer alguna tarea o diligencia cuando me correspondería estar jugando con mis hijas, por lo general rindo mucho menos de lo que esperaba. De todos modos, ésa es también la labor de una madre, ¿no? Me quedé sentada pensando en castillos de arena y niños riendo. Me imaginé a la más pequeña corriendo por la orilla mientras las mayores saltaban por encima de las olitas que venían a morir en la playa. ¡Cómo les encanta chapotear y caerse en el agua! No había transcurrido una hora y ya las extrañaba. Ansiaba el momento en que llegaran y me contaran todo lo que habían hecho. * Cuando volvieron, salí a recibirlas. —Muchas gracias por llevarlas —le dije a mi amiga—. Tenía tanto que hacer… —Ellas dicen que a ti también te gusta mucho la playa —me respondió. —Pero mamá está muy ocupada para divertirse —interrumpió la más pequeña. Luego llegó la hora de bañarse. Las tres niñas se apiñaron en la bañera, y yo me enfrasqué en las tareas de siempre: sacar ropa limpia, echar la usada en el canasto de la ropa sucia, recoger todo lo que habían dejado regado. Todo el tiempo, aquellas palabras resonaban en mis oídos: «Mamá está muy ocupaba para divertirse». —Hoy hicimos un castillo de arena gigantesco! —exclamó Kimberly—. ¡Tendrías que haberlo visto, mamá! ¡Le habrías sacado una foto! «¿Qué estoy haciendo? —me pregunté—. Todos los días mis hijas disfrutan de la vida plenamente, tal como Dios quiere, con todas sus enseñanzas y aventuras, y sobre todo divirtiéndose. ¿Cuál es mi papel en eso? ¿Qué recordarán más de mí cuando piensen en su niñez? ¿Dónde estaba yo a la hora de la diversión?» Eché mano de un pote de crema de afeitar y mientras construía un castillo de espuma de proporciones inusitadas sobre el borde de la bañera, les pregunté: —¿Qué les parece este castillo? Me miraron con ojos como platos. —¡Mamá está haciendo un desastre! —susurró Darlene a sus hermanas, que observaban atónitas. Acto seguido, procedimos a hacernos pelucas de espuma, escribimos nuestros nombres en letra cursiva en los azulejos y nos hicimos unas largas barbas blancas como la de Papá Noel. Había espuma por todos lados. Y nos turnamos sacando fotos que atesoraremos para siempre. ¿Que si nos divertimos? Nos reímos a carcajadas hasta que nos dolía el estómago. * Esa noche cenamos un poco tarde, y como de costumbre no terminé todas las tareas que había programado para aquel día. Ya no me gusta la palabra ocupada, pues he abusado de ella. Claro que no hay que descuidar los quehaceres; pero mis hijas necesitan una madre amorosa y divertida más que una habitación impecable o la ropa perfectamente doblada y remendada. Mis hijas perciben mi amor mucho más en el tiempo que paso con ellas que en lo que hago por ellas. Siempre habrá tareas que hacer, pero he tomado conciencia de cuánto necesitan y aprecian los niños un momento espontáneo de esparcimiento y unas cuantas carcajadas juntos. Yo también. Articulo gentileza de la revista Conectate. Photo Copyright (c) 123RF Stock Photos Cuando nos enteramos de que alguien está haciendo una gran obra, podemos estar seguros de que esa persona tuvo una excelente formación. Quizá fue la instrucción que le dio su madre, el ejemplo de su padre, la influencia de un profesor o una experiencia intensa que vivió. En todo caso, ese elemento debe estar presente; de lo contrario no se lograría nada, por muy propicia que fuera la oportunidad.
Catherine Miles *** El Times de Londres informa: Un estudio ha revelado que los progenitores que dedican tiempo a sus hijos, aunque no sea más de cinco minutos al día, multiplican sus oportunidades de llegar a ser adultos seguros de sí mismos. Casi todos los muchachos cuyo padre les dedicó un tiempo exclusivo para conversar de sus inquietudes, tareas escolares y vida social llegaron a ser jóvenes optimistas llenos de confianza y esperanzas. El estudio, tomado de una investigación realizada por la Universidad de Oxford, seleccionó a chicos con alta autoestima, felicidad y seguridad en sí mismos, y los describió como chicos dinámicos y con aptitudes para triunfar. El estudio reveló que hay pocas diferencias entre los efectos positivos de una buena relación con el padre en una familia en que ambos progenitores viven juntos y en otra en que, pese a la ausencia del padre, este se esfuerce por dedicar tiempo a su familia. Como fuera que estuviese constituida la familia, el factor determinante era la unidad de sus integrantes. Asimismo, en las familias cuyos integrantes empleaban de forma provechosa el tiempo que pasaban juntos, los niños estaban más seguros de sí mismos. *** Oración de un padre Dame, Señor, un hijo que sea lo bastante fuerte para saber cuándo es débil, y lo bastante valiente para sobreponerse cuando tenga miedo; que se muestre orgulloso y firme ante la derrota justa, y humilde y gentil en la victoria. Dame un hijo cuyos deseos no tomen el lugar de las obras; un hijo que te conozca y que sepa que en Ti está la piedra angular del conocimiento. No te pido que lo lleves por una vía fácil y llena de comodidades, sino por la que tenga el acicate de las dificultades y los desafíos. Que aprenda a plantarse firme en la tempestad y a ser compasivo con los que fracasan. Dame un hijo que tenga el corazón limpio como el cristal y altitud de miras, y que tenga dominio de sí mismo antes de pretender dominar a otros; que avance hacia el futuro sin olvidar el pasado. Por último, te pido que una vez que tenga todas esas características, le des también bastante sentido del humor, a fin de que siempre sea un hombre serio, pero jamás se tome a sí mismo con demasiada seriedad. Te pido que le des humildad para que siempre tenga presente la verdadera grandeza de la sencillez, y que le des la mentalidad abierta de los que han adquirido verdadera sabiduría, y la debilidad que proporciona la auténtica fuerza. Entonces podré afirmar en voz baja: «No he vivido en vano». El General Douglas MacArthur *** Vivamos de tal manera que nuestros hijos lleguen a adquirir nuestras mejores virtudes y dejar atrás nuestros mayores fracasos. Transmitámosles la luz del valor y la compasión, y espíritu de búsqueda. Y brille esa luz con más viveza en nuestros hijos que en nosotros. Robert Marshall En compañía de mi hijo Chris, de cinco años, hice un viaje a la aldea de Sintet, en Gambia, donde un grupo de voluntarios de La Familia Internacional colabora en la construcción de una escuela. Hasta entonces había disfrutado de los emocionantes relatos de mis compañeros de misión cada vez que volvían de allí. Así que cuando me enteré de que un pequeño grupo tenía que hacer un viaje de un día y medio a la aldea, decidí no dejar pasar la oportunidad. Durante la mayor parte del trayecto no oí otra cosa que la emocionada voz de Chris: —¿Qué es eso? ¡Mira, mami! ¿Puedes tomarme una foto encima del termitero? La temporada de lluvias apenas empezaba a teñir de un verde exuberante el árido paisaje del África Occidental. El panorama que se extendía delante de nosotros era de una belleza cautivadora, una combinación de suaves colinas, arrozales, cocoteros y lagunas. Los campesinos labraban tranquilamente la tierra. Por el camino saboreamos una deliciosa comida típica y exploramos un espeso pantano lleno de grandes termiteros y gigantescos baobabs cuyos troncos eran más anchos que nuestro vehículo. Al acercarnos a Sintet por un camino de tierra bordeado de anacardos, divisamos una gran multitud reunida en torno a la escuela. Dos compañeros nuestros habían llegado antes que nosotros y ya estaban enfrascados en la tarea de dirigir la construcción. Los niños de la aldea se arremolinaron en torno a nuestro jeep y nos regalaron sus blancas sonrisas. En cuanto Chris se bajó, los chiquillos lo rodearon y lo ayudaron a aclimatarse. Los niños del lugar estaban jugando con autitos hechos de botellas de plástico recortadas, suelas de chancletas y palos. Con su ayuda, Chris enseguida se hizo uno y se puso a empujarlo por encima de hormigueros y charcos. Un montón de niñitos iba tras él. Por carecer la aldea de electricidad, la mayoría de la gente se acuesta al caer la noche. Nosotros hicimos lo propio en nuestra carpa bajo el cielo estrellado. El segundo día en Sintet fue tan entretenido como el primero. Preparé los materiales para la clase matutina que iba a dar a los niños, y mi papá me ayudó a buscar un lugar tranquilo donde impartirla, junto a un baobab. Cantamos algunas canciones y luego les conté el relato de la creación valiéndome de figuras de tela que iba colocando sobre un tablero forrado con franela. Para ellos eso era alta tecnología. Finalmente repasé con ellos algunos temas académicos. Chris se desempeñó muy bien como mi asistente. Luego los niños nos llevaron a unas praderas donde nos mostraron unos monos enormes en pleno juego y una impresionante serpiente que colgaba de una rama muy alta de un árbol. También nos convidaron a una fruta que nunca habíamos visto y que llaman tao. Tiene forma de media luna y es amarilla y roja. Para hacerse con la fruta, los niños trepaban a unos árboles grandes y sacudían las ramas más altas. Cuando estaban por empezar, uno de los niños me dijo: «Tenemos que apartarnos. La fruta nos va a caer encima». ¡Y tenía razón! Empezó a llover fruta por todas partes. Algunos de los chiquilines se quedaron con Chris y conmigo hasta el final de nuestra visita. Al principio muchos se mostraban bastante hoscos por las penurias que pasan a diario. Pero a medida que los fuimos conociendo nos dimos cuenta de que tras su aparente insensibilidad se esconde un corazón muy tierno y ávido de amor. Chris y yo les dedicamos toda la atención que pudimos. Algunos hasta empezaron a decirme mamá; era su peculiar forma de agradecer el cariño que les demostrábamos. Para mí eso fue tan gratificante como ver los progresos que se hacían en la construcción de la escuela. La visita se nos hizo cortísima. En un abrir y cerrar de ojos estábamos nuevamente en casa. Mi viaje a Sintet con Chris fue una experiencia cultural como ninguna otra que haya tenido. Lo que le dio un carácter distinto a esta visita fue que compartí la experiencia con mi hijo. Aprendimos mucho juntos y tuvimos vivencias que la mayoría de la gente apenas conoce por los libros de texto o por la televisión. Sin embargo, no hace falta viajar a una remota aldea africana para vivir una auténtica experiencia cultural ni para tender una mano a quienes padecen necesidad. Hoy en día están en todas partes. La mayoría de las ciudades modernas constituyen crisoles étnicos en los que todos tienen algo único que aportar. Lo único que hace falta para cultivar nuevas amistades es una pizca de iniciativa. Y con un poco de amor e interés se pueden amalgamar todos esos mundos. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. Photo © 123rf.com |
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